NEGOCIOS EN NOMBRE DE DIOS

Por: Armando Malebranch Eraso D.

 (Primera parte)

Es sábado en la mañana, llueve a torrentes en Bogotá, el bus urbano del sistema TransMilenio que iba de norte al sur estaba abarrotado de pasajeros, la mayoría de pie, como es usual en este transporte. A pesar del tumulto, un joven de aproximadamente unos 25 años, alto, flaco, algo barbado y cabello largo, vestido con bluyines descoloridos, camiseta blanca, un buzo raído de color verde a rayas y cubriendo su cabeza con una gorra azul oscuro o quizá negra, vieja y algo sucia y puesta al revés o sea la visera hacia atrás, se dirigía a los pasajeros, con lo que parecía un sermón de cualquier pastor cristiano. Entre otras cosas decía: «hermanos mi nombre es Javier, no vengo a decirles que soy enfermo o desplazado por la violencia, o que estaba vendiendo artesanías en Chapinero y que llegó la policía a desalojarme del lugar y me robó la mercancía, no señores, yo Javier Rojas, soy un ex – drogadicto, que gracias a Dios hoy estoy totalmente recuperado y estoy aquí para dar un testimonio del amor de Dios. Miren hermanos desde muy niño sufrí en carne propia los rigores de la pobreza extrema, nací en la calle y me crié en la calle, desde muy temprana edad probé el pegante en vez de tetero, nuca fui a la escuela porque ni siquiera teníamos identidad, cuando digo teníamos me refiero a mi madre y yo, porque a mi padre nunca lo conocí y mi madre una drogadicta empedernida no tenía ni idea de quién podría ser ese hombre. Hermanos después del pegante que me daba mi madre, probé el bazuco y la marihuana, cuando apenas tendría ocho años y luego vino el alcohol, creo que a los diez o doce años, el vicio me cogió por su cuenta y me volví una mierda, perdóneme, la expresión, pero es la verdad, empecé a robar a los 10 años, primero robaba plumillas de los carros, espejos y luego fui atracador a mano armada y con otros niños hicimos parte de una pandilla que se llamaba los “choros del cartucho”, desde ese entonces no solamente robaba plumillas y espejos, sino que me volví atracador y asaltábamos a quien diera papaya, especialmente señoritas bien, les quitábamos los aretes arrancándolos a la brava de sus orejas, collares, relojes y después pasamos a robar celulares y quien se resistía le metíamos su chuzón sin compasión, pero el día hermanos en que encontré a Jesucristo, cambió mi vida para siempre, pues resulta  que conocí a la muchacha del servicio de la señora que todas las mañanas iba a la esquina de la 42 con carrera 13 a darnos el desayuno a los habitantes de la calle y me dijo oiga joven usted me gusta quiere que nos veamos yo le dije que sí e inmediatamente me regaló un papel con algo escrito, pero como no sabía leer le pedí a uno de los pareceros del parche que me leyera lo que allí decía y se trataba de la dirección de la “Casa de Galeón de Cristo Resucitado”, que ahora mismo se la entrego a Ustedes», e inmediatamente se abría paso por entre el tumulto  de pasajeros del bus repartiendo el papelito con el nombre y dirección de la casa donde encontró la recuperación y su salvación. Al mismo tiempo que repartía la susodicha dirección, recogía la limosna, con la que talvez, reuniría alrededor de los $50.000 (Aproximadamente unos 17 dólares americanos).

Alguien entre los pasajeros le contaba a su vecino de viaje que conocía al muchacho y que todo lo que había dicho era mentira, que él es un estudiante  de sociología de la Universidad Nacional y que desde hacía algo más de dos años es cuentero y que para mayor señas le decía, esta señora, a su interlocutor, lo  puede ver todos los días a eso de las 5 de la tarde y más o menos hasta las 7 de la noche, en el parque de Lourdes,  contando unos bonitos cuentos y allí también recoge muy buen dinero, entonces le comentaba el pasajero a la señora «quizá se esté entrenando para ser pastor cristiano, porque pudo haberse dado cuenta que eso es mejor que echar cuentos en la plazoleta de Lourdes». Los dos rieron.


Así como este predicador del bus urbano,  por………..(continuará)







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